miércoles, 13 de mayo de 2015

Crecer

Cuando era pequeña contemplaba el mundo de los adultos con admiración y anhelo. Me llamaba la atención la manera en que se organizaba y lograba cuadrar cada cabo suelto; también su impecabilidad, el control de cada movimiento y detalle. Todos sus miembros me parecían dignos de respeto porque habían vivido 20 o 30 años más que yo, y aparentaban esa vejez relativa; me parecía que su edad conllevaba necesariamente sabiduría, prudencia y una elegante honestidad.

Así era, en verdad, hasta hace poco; hasta que yo misma comencé a comprender que ya soy adulta y que mi adhesión a ese admirable parapeto no podía ser postergada durante más tiempo. La sabiduría que me había asombrado se convirtió en una disimulada ignorancia; la prudencia, en medrosa inacción; la honestidad tan elegante, en falsedad bien maquillada. Comprendí que mi frágil realidad adulta no distaba del resto de vidas de más de 25 años; como yo, la totalidad de individuos adultos conservan miedos, dudas, incongruencias y pudores inconfesables.

Por tanto, si son los adultos los que construyen y sostienen el mundo con sus esfuerzos, significa que éste está edificado sobre esos mismos miedos, dudas, incongruencias y pudores.

El mundo seguro y controlado de mi infancia, pues, ha sido derribado. Ahora yo también soy cómplice de la farsa adulta.


martes, 14 de abril de 2015

Un relato sobre DIOS

Alfredo Gómez estaba cargando cajas llenas de herramientas de carpintería en su furgoneta cuando Dios se presentó ante su casa.

-Hola, Alfredo-, le dijo.- Soy Dios y he venido a quedarme en tu casa.

Alfredo Gómez, sin interrumpir su tarea, miró a Dios y, desde la prudencial distancia de siete metros, le gritó:

-¿Cómo vas tú a ser Dios? Anda, loco, vete de mi casa y déjame en paz.

Este desaire hacia Dios no es algo que se le pueda reprochar a Alfredo Gómez. Lo cierto es que a cualquiera le habría resultado difícil creer que aquel hombre fuera, en efecto, Dios. Su escuálida figura aparecía recubierta de anchos ropajes remendados a base de retales harapientos, y la totalidad de la mitad inferior de su cara estaba oculta bajo una barba sucia y cenicienta.

Para disipar la desconfianza de Alfredo Gómez, Dios introdujo en la furgoneta las cajas que aún esperaban en la acera de la calle. Lo hizo sin tocarlas, y sin ni siquiera hacerlas viajar del exterior al interior del vehículo en una órbita lenta y admirable. Las cajas simplemente aparecieron en la furgoneta en el mismo momento en que desaparecían de los adoquines, con la rapidez de un párpado que se cierra y luego se abre de nuevo. Todo esto sucedió bajo la maravillada mirada de Alfredo Gómez.

El carpintero no necesitó más pruebas que ésta para aceptar que aquel hombre con aspecto de mendigo era Dios.

-Oh, Dios, perdóname. En verdad eres tú-, gimió Alfredo Gómez, arrepentido, echándose a los pies de Dios.- Ahora que tu existencia me ha sido revelada, estoy obligado a convertirme en tu profeta y a divulgar tu santo mensaje.

Dios, posando su reseca y amorosa mano sobre la cabeza del jadeante Alfredo Gómez, declaró:

-No te molestes, Alfredo. He venido al mundo para quedarme entre vosotros. Así, yo mismo podré supervisar lo que hacéis los humanos en mi nombre.

Dios se quedó a vivir en casa de Alfredo Gómez, quien se sintió igualmente afortunado y perplejo por haber sido él el ser humano escogido para, por un período de tiempo indefinido, cuidar a Dios –si es que eso era posible-.

Dios pasaba el día fuera de casa. Se teletransportaba de rincón del mundo a rincón del mundo para estudiar in situ las misiones –unas realmente productivas, otras no tanto- que lo ponían por bandera. Dios sólo observaba; nunca actuaba. Desde el principio, además, había pedido a Alfredo Gómez que no hablase a nadie del milagro con el que había logrado convencerle de su identidad cierta y legítima. Dios no deseaba ser descubierto en la Tierra por el resto de personas, consciente de que el alud de peticiones que se derivaría de la noticia le desbordaría y dificultaría el que siempre había constituido su mayor deseo: que los humanos encontraran el amor y la paz por ellos mismos, y que lograran, después, mantenerlos por toda la eternidad.

Alfredo juró por Dios que no descubriría la identidad de su huésped, pero un día, sin un cómo ni un porqué claros, una horda de ciudadanos se presentó en casa del carpintero, y, desde la puerta, solicitó, bajo amenaza de derribo de la humilde vivienda, conocer a Dios.

Dios, con toda su bondad y compasión, no quiso ofender ni decepcionar a sus visitantes. Salió de la casa y, cuando ya empezaban a oírse las primeras risas y burlas referentes a su desaseado aspecto –que Dios no se había preocupado en mejorar-, llenó, con una simple orden interna, la calle de manjares coloridos, dulces, salados, húmedos, secos, para tenedor y para cuchara, y de bebidas no alcohólicas, a excepción, claro está, del vino tinto.

Sólo unos pocos hicieron caso del banquete que allí se había materializado por la gracia de Dios; la mayoría de los cientos de personas que copaban la calle se abalanzaron sobre el Hacedor, quien, asustado y cauto, se hizo desaparecer para aterrizar al instante en la habitación que ocupaba en casa de Alfredo Gómez.

Por la noche, mientras los comensales más trasnochadores ultimaban las sobras del festín e intentaban, sin éxito, hacer volver a Dios al aire libre, éste confesó con angustia a Alfredo Gómez:

-Esto es precisamente lo que quería evitar. Ahora ya nunca más podré vivir tranquilo en la Tierra.

Aunque era evidente que el único delator posible era Alfredo Gómez, Dios no le culpó en ningún momento por su desliz; ni siquiera le planteó, con el disimulo y la falseada ignorancia de los que podría haberse servido, el asunto de la autoría del criminal desenmascaramiento.

A partir de aquel día, Dios era reconocido allá por donde pisaba. Muchos le paraban mientras caminaba por las abigarradas calles de Calcuta, cuando atravesaba los súbitos bosques senegaleses o cuando vigilaba los oficios de Bucarest.

Todo el mundo pedía favores a Dios, y él los concedía, incapaz de negarse. Por las noches regresaba agotado a casa de Alfredo Gómez, que le tenía lista la cena en su lugar de la mesa. Dios solía rechazarla alegando dolores de estómago o falta de apetito. Luego se iba a la cama a intentar dormir.

Fue eternamente recordado por Alfredo Gómez el día en que Dios le anunció que no volvería a satisfacer los deseos de sus fieles, quienes, desde su advenimiento, se habían multiplicado con una profusión nunca alcanzada por profetas, papas o apasionados oradores religiosos.

-He cometido un error atendiendo a las peticiones de todos tus hermanos-, admitió Dios ante Alfredo Gómez.- A partir de hoy retomaré la única labor que me trajo a la Tierra. Supervisaré y comprobaré que todo está en su sitio, pero no volveré a obrar.

Al fin y al cabo, pensó Alfredo Gómez, desde el cielo Dios tampoco intervenía en la vida de los seres humanos. Como él mismo le había explicado en una de sus primeras charlas –que, ahora, debido al anémico estado de Dios, se habían anulado-, su relación con las personas se había limitado al moldeamiento de los dos primeros individuos, quienes, desde casi el primer momento de sus desdichadas y agoreras existencias, se habían desviado del armónico plan para el que fueron creados. Tras aquella fallida obra, Dios había sido un simple y pasivo espectador del mundo que se componía y descomponía bajo las nubes de su hogar.

No todos los humanos fueron tan comprensivos como Alfredo Gómez, que respetó en todo momento la decisión de Dios. La gran mayoría de personas se enfadaban, gruñían y lloraban de desesperación y rabia ante las recurrentes negativas de Dios a solucionar sus problemas, que cubrían el extenso abanico de desgracias entre el deseo incontenible de una casa nueva y la más extrema desnutrición de los hijos recién nacidos.

En pocos días, Dios se ganó una mala fama que daba varias vueltas al planeta. Los ciudadanos de a pie le criticaban e incluso le insultaban, envalentonados ante sus propias blasfemias, que ahora, por estar dirigidas a un blanco concreto, visible y encarnado, parecían mucho menos graves y punibles. Los periodistas recogían, en diarios, radios y canales de televisión, las quejas de los indignados, y de vez en cuando se concedían la licencia de saltar por encima de la valla de la objetividad para arremeter ellos mismos contra Dios.

Dios vio vapuleada su popularidad en escasas semanas. Los fieles dejaron de congregarse en los templos, los misioneros cambiaron de causa y la religión fue suprimida de los planes de estudio a petición de los irritados padres. Ya nadie creía en Dios; ni siquiera el propio Dios, que se maltrataba con el látigo de la culpabilidad por haber abandonado al género humano tras su precipitada muestra de pródiga generosidad, podía ya creer en sí mismo.

-Me vuelvo al cielo, Alfredo-, anunció Dios una mañana, mientras el carpintero cargaba las cajas de herramientas en su furgoneta.

Alfredo Gómez interrumpió su labor y, abrazando a su amigo, le dijo:

-Ha sido un placer, Dios. Vuelve al cielo en paz.

Como muestra de gratitud hacia Alfredo Gómez y en reconocimiento por su hospitalidad sobradamente probada, Dios repitió la escena del traslado de cajas desde la calle al interior de la furgoneta.

Mientras subía al cielo, Dios se cruzó con Buda, que caminaba en sentido contrario al suyo, en dirección a la Tierra.




domingo, 12 de abril de 2015

Cosas curiosas

Esta semana he reparado en algunas situaciones curiosas. Copias o derivaciones de las mismas se dan en mi vida con frecuencia; por esa misma costumbre suelo obviarlas y pierdo la oportunidad de adentrarme en su naturaleza. Pero aplicar a estas situaciones una mirada mínimamente interesada logra rescatar sus cotidianeidades y detalles más irrisorios o tiernos y, además, desborda el caudal de las preguntas sin respuesta que toda escena del teatro de la vida lleva consigo.

1.- Estoy segunda en la cola de la panadería. Voy a comprar una caracola de chocolate para desayunar y una barra de pan para casa. La mujer que tengo delante charla con la dependienta sobre la bárbara cantidad de tiempo que uno se ve obligado a malgastar esperando a ser atendido en las oficinas bancarias (lo suscribo). Cuando va a pagar, saca un billete de diez para cubrir el coste de tres ensaimadas pequeñas. La dependienta sufre un ataque de risa que, según alcanzo a descifrar, se debe a la sencilla pero complicada posibilidad de quedarse sin cambio y no poder cobrar a los futuros clientes. La clienta se va, pero la dependienta se queda tras el mostrador con su risa incontenible. Yo le pido la caracola y la barra de pan mientras ella continúa riendo y divagando sobre su recién creada imaginación, de la que intenta (sin mucho éxito) hacerme partícipe. Pienso en todas las veces que habré sido atendida por trabajadores que, mientras me cobraban, servían o respondían a mis preguntas, estarían teniendo pensamientos completamente ajenos a su presente labor. Al menos, me digo, esta dependienta comparte los suyos conmigo.

2.- Hablando de colas, nunca había visto tanta en la pescadería de Mercadona. Van por el número 90 y nos han dado el 8. En las colas siempre parece que el cómputo de personas que esperan es bastante menor al de números que quedan para que griten el tuyo, pero hoy hay realmente mucha gente. Me fijo en unas anguilas que reposan en un cajón de corcho blanco. Me doy cuenta de que una de ellas todavía vive. No quiero verla, pero sigo mirándola con la misma mezcla de horror y atracción que me obliga a desviar la mirada de la carretera para comprobar la forma y los colores del animalito muerto que yace en el arcén. La anguila, después de boquear un par de veces con los ojos muy abiertos, muere ante mi mirada. Menos mal que ningún otro cliente de la larguísima cola ha asistido a su muerte.

3.- Tampoco quería seguir leyendo la crónica de la rueda de prensa del único espeleólogo español que sobrevivió a la expedición en Marruecos. El periodista transcribió, sin dejarse ni un pelo ni una señal en el tintero, el relato de la muerte del segundo accidentado. “Tengo frío”, decía su amigo que decía, desde el río subterráneo en el que estaba parcialmente sumergido sin remedio. Me torturé un poco más y proseguí la lectura hasta rendirme en la mitad del artículo. Me engatusó la misma mirada que vio morir a la anguila. Yo vi a la anguila morir y el espeleólogo vio morir a su compañero. Un testigo para cada muerte.

4.- Entro en el tren de cercanías. Me siento y, justo delante de mí, descubro un bulto humano cubierto con un abrigo azul plastificado. Me pregunto si será un hombre o una mujer, y de qué color. Apuesto por un hombre negro. Casi llegando a Valencia, el bulto se destapa y surge de él una mujer blanca. Me doy cuenta de que había asociado manta-abrigo a indigencia, e indigencia a hombre negro. Todo inconsciente. Queda mucho por hacer conmigo misma.

5.- Corro con mi perro Ringo dos o tres días por semana. Él adivina que vamos a salir antes incluso de que yo planifique la carrera. No tengo ni idea de qué lenguaje gestual, expresión facial o serie de palabras mías le induce a pensar que en quince minutos nos iremos a correr. He intentado detectar en mí misma el sugerente patrón, pero he fracasado. Cuando corremos, Ringo se muestra aficionado a cagar en sitios donde no está bien visto hacerlo. A veces intenta depositar sus mierdas en mitad de la acera y tengo que tirar de la correa para sacarle de su posturita criminal. Luego me lo llevo a zonas verdes o de tierra para que pueda defecar a gusto. Mientras Ringo alivia sus intestinos, yo corro en el sitio. Cuando no salgo con Ringo porque mi madre se lo ha llevado de paseo o al campo, correr no es igual y acabo volviendo pronto a casa.

Ringo



sábado, 21 de marzo de 2015

La crisis de los 25

El pasado día 19 cumplí 25 años. Un cuarto de siglo, me decía yo. A efectos prácticos, no obstante, tenía esa edad desde hace varios meses, cuando caí en la cuenta de que pronto iba a estar más cerca de los treinta que de los veinte. A esto, que recibí como un mazazo de realidad, me dio por llamarlo “la crisis de los 25”, denominación de la que se han burlado viejos y jóvenes, pero nunca personas en mi misma situación.

Esta crisis -de la que me reiré cuando tenga cincuenta y la recuerde como un ejercicio de ingenuidad e inexperiencia- se edifica alrededor de un elemento clave: el miedo. Nunca he sido una persona miedosa: sí miedica, en cambio; me asusta la práctica del ligoteo, volar en avión, perder de vista a mi perro cuando lo paseo o subir en coches que vayan a más de 120 por hora. Con esas pequeñas fobias he convivido, y algunas hasta se han esfumado.

Miedica sí, pero ¿miedosa? ¿Rechazadora de los grandes retos? Nunca. No hasta que germinó en mí la inminencia del cuarto de siglo y la aparente direccionalidad de mi vida reveló su disimulado desorden, que se dispersó, de repente, por la vastedad de un mundo todavía inexplorado y de fronteras menguantes.

Todas las metas a las que creía estar dirigiéndome quedaron anémicas de golpe. Me pregunté si realmente estaba donde quería estar y la respuesta fue “no”. Experimenté una sensación que creía naufragada, aquella que me traje puesta de un viaje a Roma en marzo de 2013, meses antes de acabar la carrera: una sensación de total y amarga incertidumbre que contrastaba con la seguridad que emanaban los amigos con quienes había compartido periplo, todos con proyectos interesantes para el curso siguiente. Meses después, ya aposentada en mis propios planes, añoré aquel vacío que, en la distancia, se me representaba repleto de perspectivas, de caminos susceptibles de ser recorridos, una variedad tan grata de opciones que sólo el hecho de escoger una de ellas sería un acto de delicado placer.

Me equivocaba. Hoy, que más que nunca tengo claro quién soy y qué quiero hacer –hasta el punto que sea posible saber algo tan grande a mis 25 años-, es precisamente cuando más miedo tengo. Decidí, ya hace muchos meses, obedecer a lo que desde pequeña se manifestó como mi “talento” genuino, si es que éste existe: la escritura. Y sin embargo, dos años después de Roma, con esta crisis de los 25 que puede que haya inventado mi generación, estoy sumida de nuevo en esa sensación angustiosa de no saber hacia qué dirección encarar el próximo paso. ¿Por qué, si el objetivo es diáfano, si la escritura puede ejercerse en cualquier momento y en cualquier lugar?

Quizás por eso mismo. Porque, aunque la meta esté definida y sea alcanzable desde este mismo momento, puede ser desmenuzada de múltiples maneras. Puede tener su sede en Valencia, en Córdoba –mi destino deseado para el curso que viene-, en México DF o en Nueva York –estas ciudades no han sido escritas al azar-. La escritura, que de momento no me da de comer, también puede y debe compaginarse con decenas de trabajos y estudios superiores: puedo retomar lo de ser camarera, continuar con mis estudios de Interpretación, adentrarme en el atractivo mundo editorial o escribir como periodista freelance desde cualquier parte de la bola del mundo que corona mi escritorio. No me da miedo hacer lo que sea o irme donde sea. Lo que verdaderamente me da miedo es renunciar a todo lo demás. Me atemoriza el coste de oportunidad, noción que pasé por alto en la asignatura de Economía, en primero de carrera, y que ahora regresa a mi memoria como un hierro candente dispuesto a calcinar mi ya de por sí débil capacidad de decisión.

La moderna crisis de los 25 es una crisis por exceso, no por defecto. Exceso de opciones, de ofertas, de estilos de vida, de ciudades. Exceso de vuelos baratos y de baratas formas de ganarse la vida e ir sobreviviendo con lo justo. Exceso de cómodas incomodidades. Exceso de todo aquello de lo que carecieron las generaciones anteriores a la mía. Exceso, sí, a pesar de la crisis económica, o quizás precisamente por ella. La crisis de los 25 debería emocionarme, congratularme, avergonzarme incluso por su excesiva promesa de vida eterna, y sin embargo me amilana, me turba y me reduce con el peso de la renuncia, del virtual arrepentimiento, de la vergüenza que me produce despreciar todo lo bueno que está a mi alcance.



viernes, 6 de marzo de 2015

Madre gitana

Cercana a las vías del tren tardío
Canta una madre gitana.
Canta, con voz ronca y dorada,
Canta a un niño que aún no llora.

Le relata una nana que sólo ellos conocen,
Una nana de dos vocales
Y una consonante.
Las letras suben y bajan por una escalera invisible
De peldaños que se quiebran
Y después se reconstruyen.

El niño no llora.
Su madre le canta.

La hija y la hermana
Escucha la canción en el monopatín que conduce.
Su pequeño pie de cera
Acaricia las baldosas que nadie ha visto nunca.
La niña canta, también,
Y su voz presagia su vida de arena
Y pintura desconchada.
La segunda vocal de su madre
Canta por ella.

La madre gitana, el niño y la niña
Se adentran en lo oscuro del andén lejano.
Ellas cantan a la trampa del aire;
Él no tiene un llanto que ofrecerles.

Terminan límites nunca antes explorados.
La niña regresa,
Amparada por una cuna compasiva,
Generosa con los miedos más fatales
De los que esperan.
Detrás de ella,
Su madre canta
A un niño que ya llora.



jueves, 26 de febrero de 2015

Somos unos egocéntricos y lo sabemos todo

"¿Tendré el valor de contar las cosas humillantes sin preservarlas con infinitos prefacios?" (Stendhal)

A veces, cuando me sorprendo dudando sobre una cuestión sobre la que, por la razón que sea, se supone que debería tener una opinión firme, me acuerdo del taller de Humanidades al que me apunté en mi instituto cuando estaba en segundo de bachiller.

En esta actividad extraescolar se organizaban debates alrededor de temas de actualidad. Solían girar alrededor de las cuestiones de género. Recuerdo a mis ocho o nueve compañeros enunciando sus argumentos a favor o en contra del tema propuesto. Lo hacían con la vehemencia y la seguridad que caracteriza a los adolescentes que buscan su identidad a través de las convicciones. Por encima de ello, sin embargo, recuerdo mi sensación de absoluta confusión y de división interna al escuchar sus razones: las unas me parecían las correctas, pero entonces hablaban los opositores y lograban convencerme.

En el taller de Humanidades me nutrí de muchos y variados puntos de vista, pero pocas veces conseguí llegar a conclusiones personales férreas. Por el contrario: poco a poco desarrollé un complejo de marioneta que se deja llevar por las manos de unos y otros manipuladores sin lograr crear su número estrella particular.

Me costó algunos años aprender que, casi siempre, la duda es preferible a la inamovible convicción. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que hay pocas verdades prístinas sobre las que podemos estar completamente seguros. Puede que, además de por mi amor a la escritura, estudiara Periodismo para encontrar un caldo de cultivo propicio para sembrar mis múltiples dudas sobre el mundo y la humanidad, yo que siempre he preferido formular preguntas antes que responderlas. Y gracias tanto la carrera como a otras experiencias vitales, he alcanzado, por fin, una conclusión en la que –de momento- creo: la duda suele beneficiar más que la certeza.

Estos últimos días, en varios debates y situaciones generados en entornos distintos, he podido reflexionar sobre esto. Las elecciones autonómicas están muy cerca. A mí, como de costumbre, no me convence ningún partido político. Pensando en el porqué de esta desafección mía, vislumbro una posible respuesta: actualmente, los líderes políticos no aspiran a ganar las elecciones para mejorar el entorno social, sino para obtener poder personal, fama y prestigio. Es decir, anteponen su ego al interés y al bienestar comunes.

Los debates, mítines y entrevistas que veo y leo me abocan a esta conclusión. ¿Por qué gran parte del discurso “político” está dirigido a atacar a los otros partidos y no a proponer, con un discurso bien estructurado y que no presuponga que los ciudadanos somos medio lelos, nuevas políticas y reformas? ¿Por qué el marketing ha invadido el terreno de la comunicación política y los cabezas de lista parecen más estrellas de Hollywood que líderes comprometidos con el bienestar social? ¿Por qué, en vez de honestidad, cooperación y responsabilidad, los valores que desprenden nuestros políticos a través de sus palabras, actitudes y comportamientos son la codicia, la sed de poder y el sometimiento?

Cuando el ego se eleva sobre el interés común, cualquier sistema se corrompe. Podemos hablar de un partido político, de una empresa o hasta de un grupo de amigos: por lo que he observado, la consigna vale para todas las organizaciones a las que la apliquemos. Tomemos el ejemplo de la tertulia televisiva mañanera: el ochenta por ciento del tiempo, lo único que escuchamos es una amalgama de voces que bregan por sonar más fuerte que el resto. Todos quieren hablar y que se les escuche, porque todos dan por hecho que su opinión es la verdadera, la única. Sus egos se sentirán mal si no logran no ya convencer a los contertulios, sino simplemente arribar a sus oídos. Les basta con escucharse a ellos mismos. Los egos están por encima del que supuestamente debería ser el objetivo común de los invitados: informar a los espectadores.

En las reuniones formales –ya sean de empresas, de organizaciones educativas, de escaleras de vecinos, etc.- acontece exactamente lo mismo. El moderador, si lo hay, suele quedar pronto relegado al rincón del “castigado sin hablar”. Todos quieren imponer su idea, porque la creen inmejorable, absolutamente cierta. Si hay consenso, suele venir acompañado de caras largas y críticas al adversario en subgrupos conformados por afines. Nuestro ego, que lo sabe todo, sólo estará contento si se sale con la suya. ¿El interés común? Alimentarlo no acarrea los mismos niveles de satisfacción que alimentar nuestro propio ego ilustrado.

Podemos abordar también las relaciones de tú a tú, en las que el ego, cuando emerge, es reconocible porque suele venir precedido por la coletilla “yo es que…”. El otro día, sin ir más lejos, comenzaron las clases de un curso de poesía al que me he apuntado. Llegué al aula diez minutos antes de que comenzase la clase. En ella, de momento, sólo había dos alumnas; conmigo, tres. Una de ellas, antes incluso de que yo pudiera tomar asiento, abandonó la conversación con la otra y me preguntó:

-¿Tú escribes?

-Sí-, le respondí.

-Ah, vale. Mira, es que yo -os aseguro que siempre que escucho este sintagma, y más si viene de un desconocido, echo a temblar- ya he publicado algunos libros, he ganado varios premios de poesía, y bueno, pues vengo aquí a ver qué es lo que me queda por aprender, porque la verdad es que ya… jeje.

Ah, bienvenida al curso, Antonia Machado. Resulta que la gran poetisa sólo me preguntó si escribía para obtener una respuesta cualquiera que diera pie a un discurso sobre su aclamada obra. Por cierto, que la susodicha se pasó las dos horas de clase sentando cátedra sobre lo que es y lo que no es poesía, para asombro del profesor, que la contemplaba anonadado, alucinando –su cara era un poema, nunca mejor dicho- con que una sola persona pretendiera dilucidar en una sola tarde un asunto sobre el que filólogos y escritores discutirán hasta el fin de los tiempos sin obtener conclusión alguna.

Cuando era más joven me impresionaban las personas que tenían las ideas claras y predicaban sus teorías sin tapujos ni sombra de duda. Eso, me parece, es algo que cautiva a cualquier adolescente. Sin embargo, pienso que algo que caracteriza al adulto es el abrazo de la duda, la certeza de que nada es constante ni eterno. Aunque los ejemplos mediáticos y cotidianos nos hagan pensar que quien más seguro está, más crítico es y más influye en el resto de personas, cada vez me doy más cuenta de que el verdadero sabio es el que calla y no trata de convencer de que su idea es la buena; quien más sabe es quien menos cree saber, porque cuanto más conoce uno, más se da cuenta de que le queda todo un mundo que abarcar.






domingo, 22 de febrero de 2015

El universo y las familias

Imagina que un día, tras abrir la puerta de tu casa, descubres que los muebles han mudado su lugar y su apariencia. El aspecto del distribuidor es tan novedoso que, a simple vista, apenas puedes reconocer en él tu hogar. Tu propia figura, acostumbrada a reflejarse en el espejo que ocupaba la pared de enfrente, te saluda ahora desde el techo. La mesita en la que solías dejar el juego de llaves ya no es de madera, sino de hierro hostil, y ha perdido el cajoncito que custodiaba el mando del garaje. La puerta que conduce al comedor ha desaparecido; la que comunica con el pasillo está dada la vuelta y ha sido teñida de un color amarillo tan luminoso que duele a los ojos.

Investigas el resto de la vivienda. Aunque te anonadan los cambios aleatorios y carentes de una línea lógica que les confiera cierta coherencia dentro del caos, te habitúas a la nueva apariencia de tu casa con una rapidez que te asombra todavía más. Su estructura no ha variado; aunque algunas puertas y ventanas han modificado su orientación o su lugar, las paredes delimitan los mismos metros habitables y se juntan en las mismas esquinas. Cuando sacas la cena del microondas de goma apostado en la tapa del váter ya has aceptado el nuevo orden de tu continente, un orden que alguien o algo totalmente ajeno a ti te ha impuesto sin ofrecer la opción de negarte.

Nuestro universo es esa casa desprovista de sentido. Cuando nacemos lo aceptamos casi al instante, dueños de una capacidad de adaptación posible gracias a nuestro feroz instinto de supervivencia. Nos hacemos a las puertas equívocas, a los muebles transformados; desconocemos su origen, quién los colocó ahí. Pero, con toda su extrañeza, los seguimos reconociendo como parte de nuestro hogar.

A veces tratamos de comprender el universo. Queremos darle una explicación a las coordenadas de esos potentes electrodomésticos que son las estrellas, anhelamos desvelar el secreto que contienen los armarios repletos de galaxias. Pero ninguna mente humana está tan capacitada como para llegar al principio último del universo. Saber que estamos condenados a habitar una casa que nos niega el acceso a su realidad íntima nos frustra un poco, hasta que nos estiramos en el sofá y el asunto pierde interés.

Una cosa sí sabemos: el universo tiende a la repetición. Aunque nos quedan lejos, cada día mueren miles de estrellas, desfilan entre planetas millones de asteroides y se generan otras tantas galaxias. Varían los escenarios, varían las circunstancias, varían las relaciones entre los fenómenos físicos que derivan en nuevas realidades. Lo que no varían son las preguntas y las respuestas, las conozcamos o no. Y, a pesar de la ley de la repetición, en el universo reina la incertidumbre; una incertidumbre que determina, en el último milisegundo, si la supernova arraiga, si la roca impacta contra el planeta o si las galaxias detienen su nacimiento para empezar a autodestruirse. En el universo todo es probable, y, sin embargo, nada es seguro.

Las familias también son esa casa desordenada e imprevisible. En ella se suceden pequeños cambios rutinarios que sólo revelan su verdadero alcance cuando se rescatan muchos años después. Tú, sin darte cuenta, te habías habituado a las nuevas circunstancias. Creías que ni siquiera te habían afectado. Pero la verdad es que te afectan, y no sólo a ti: también a tu hipotética descendencia, a los familiares que ahora viven y a los que, muertos hace tanto, reavivamos en nuestro pensamiento, modificando sus perspectivas, su memoria.

Desde el momento en que tu familia te acoge, te asocias a un vaporoso e inabarcable universo de preguntas y respuestas perpetuas, casi siempre escondidas o incluso censuradas. Lo único que te diferencia de tu abuelo es el escenario, las circunstancias, las relaciones: tus preguntas y las suyas son idénticas. También lo son vuestras respuestas, aunque cada uno obtendrá su parte de soluciones, y éstas no tienen por qué coincidir siempre –de hecho, casi nunca coincidirán-. La misma regla sirve para tu tataratatarabuela, para ti una desconocida innominada, y para la bisnieta de tu bisnieto, que ahora, cuando la has pensado al leer esto, cobra vida por primera vez, mucho antes de existir realmente.

A veces tratamos de comprender a nuestra familia. Queremos darle una explicación al asentamiento geográfico de nuestros antepasados, que ha condicionado nuestra ubicación en el vasto mapa planetario. Anhelamos, asimismo, llegar a la rama más alta de nuestro árbol genealógico, imaginando que las identidades perdidas entre las hojas de la secuoya nos aportarán nueva información sobre nosotros mismos. Pero ningún investigador tiene las herramientas necesarias que le acercarían al principio último de su familia. Saber que estamos condenados a habitar una familia que nos niega el acceso a su realidad íntima nos frustra un poco, hasta que nos estiramos en el sofá y el asunto pierde interés.


El universo y las familias: expansión constante, origen desconocido, futuro incierto. Pero siempre las mismas preguntas y las mismas respuestas.